martes, 19 de noviembre de 2013

OxB_27: El frío antes de tiempo

El hombre cauto se sirve ahora del frío para perpetuar su inacción (a pesar de que los coches le pasan raspando)

El primer frío de la temporada lo encuentra en plena pesadumbre. No quiere decirse con esto que al hombre cauto lo ocupe una tristeza específica, un suceso alejado de la línea común de sus días. Camina por la calle apenas con el fardo del ser como un colgajo en su espalda.

Cierto es que la noche anterior, al aspirar el cielo aclarado por el viento, había sabido atisbar el cambio de temperatura. Entonces se asomaba al balcón de su casa, sin sueño ni actividad que lo fijaran a la tierra del horario. El tamborileo de los tres dedos centrales de una mano contra la barandilla de aluminio se acompasó con el vaivén de la silueta de una joven que al doblar la esquina se envalentonó ante la cercanía de portales conocidos.


Esta mañana recuerda el ritmo de sus yemas como si desde entonces hubieran transcu­rrido siglos de partituras; recuerda la silueta expectante ante el peligro, pero no el vacío de un paisaje que sería inca­paz de dibujar. Recuerda la preeminencia sobre sí mismo por reconocer, la noche atrás, el primer frío de la mañana siguiente, que es esta.

El hombre cauto se descubre las manos ajadas por el roce de las costuras. Pese al fardo del ser yergue el espinazo y alza la barbilla, aun sabiendo que nimiedades de este porte son algunos de los modos que vulgarmente adquiere la esperanza.

De pie en la calzada, ve pasar el tránsito. El hombre cauto se hamaca sobre sus talones. El aire de los coches añade calor al frío. Pero ni siquiera esta paradoja le parece tal cosa; tampoco el hecho de que la luz roja lo habilite a cruzar la calle. El hombre piensa que un escritor cualunque nombraría “rugido” al ruido de los motores que esperan su verde para, precisamente, rugir.

Todo los viandantes, menos el hombre cauto, cruzan la calle.

Al tiempo, las señales luminosas cumplen con lo que se espera de ellas y el verde autoriza el rugido mecánico.

Entonces cruza la calle, el hombre cauto.

Las máquinas cimbrean su cuerpo como una espiga vibra bajo la lluvia de verano. Las ráfagas agitan su ropa. Y hasta consigue oír los improperios de los conductores menos comprensivos.

Apenas agitado, en la acera de enfrente, se pregunta si toda la vida seguirá siendo así, las manos en los bolsillos, el frío antes de tiempo.

Alejandro Feijóo



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