El hombre cauto se sirve ahora del frío para perpetuar su inacción (a
pesar de que los coches le pasan raspando)
El primer frío de la temporada lo encuentra
en plena pesadumbre. No quiere decirse con esto que al hombre cauto lo ocupe
una tristeza específica, un suceso alejado de la línea común de sus días.
Camina por la calle apenas con el fardo del ser como un colgajo en su espalda.
Cierto es que la noche anterior, al aspirar el
cielo aclarado por el viento, había sabido atisbar el cambio de temperatura.
Entonces se asomaba al balcón de su casa, sin sueño ni actividad que lo fijaran
a la tierra del horario. El tamborileo de los tres dedos centrales de una mano
contra la barandilla de aluminio se acompasó con el vaivén de la silueta de una
joven que al doblar la esquina se envalentonó ante la cercanía de portales conocidos.
Esta mañana recuerda el ritmo de sus yemas
como si desde entonces hubieran transcurrido siglos de partituras; recuerda la
silueta expectante ante el peligro, pero no el vacío de un paisaje que sería
incapaz de dibujar. Recuerda la preeminencia sobre sí mismo por reconocer, la
noche atrás, el primer frío de la mañana siguiente, que es esta.
El hombre cauto se descubre las manos ajadas
por el roce de las costuras. Pese al fardo del ser yergue el espinazo y alza la
barbilla, aun sabiendo que nimiedades de este porte son algunos de los modos
que vulgarmente adquiere la esperanza.
De pie en la calzada, ve pasar el tránsito.
El hombre cauto se hamaca sobre sus talones. El aire de los coches añade calor
al frío. Pero ni siquiera esta paradoja le parece tal cosa; tampoco el hecho de
que la luz roja lo habilite a cruzar la calle. El hombre piensa que un escritor
cualunque nombraría “rugido” al ruido de los motores que esperan su verde para,
precisamente, rugir.
Todo los viandantes, menos el hombre cauto,
cruzan la calle.
Al tiempo, las señales luminosas cumplen con
lo que se espera de ellas y el verde autoriza el rugido mecánico.
Entonces cruza la calle, el hombre cauto.
Las máquinas cimbrean su cuerpo como una
espiga vibra bajo la lluvia de verano. Las ráfagas agitan su ropa. Y hasta
consigue oír los improperios de los conductores menos comprensivos.
Apenas agitado, en la acera de enfrente, se
pregunta si toda la vida seguirá siendo así, las manos en los bolsillos, el
frío antes de tiempo.
Alejandro Feijóo
(Publicado en Esto No Es Una
Revista, número 27: El Peine)
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