El surrealismo nos sumerge en el sueño y nos abre los ojos que miran
hacia dentro de los ojos cerrados que sueñan con una exposición de cuadros
De todos los ismos artísticos que nos regaló el siglo xx, el del surrealismo es
sin duda uno de los más popularizados, y en especial el que atañe a las artes
plásticas. Las razones de esta afección masiva, sin embargo, no resultan del
todo claras. Acaso sea porque, de tan disociada como viene la realidad, la
correspondencia con esta queda asfaltada por la potencia de las metáforas
visuales sembradas de onirismo; acaso sea porque este reflejo de lo onírico
despierta en el otro una suerte de pudor que se resuelve desde la aceptación;
acaso, simplemente, porque esta aceptación sea un mecanismo de defensa del vulgo,
de quien se siente vejado por la revelación de su sueño de más recóndito: de su
deseo.
Como fuera, lo surrealista embadurna la realidad actual, tan poco surrealista ella o, por el contrario, tan ultrasurrealista que acaba pareciendo un remedo vulgar de un expresionismo de magacín; la menciona e intenta moldearla y explicarla, ponerle límites desde lo comprensivo, que es exactamente lo contrario de lo que los surrealistas (originales) pretendían con la producción de sus materiales. Creer, en definitiva, que una tormenta repentina, una circunstancia laboral o una discusión entre amantes son “surrealistas” define y, por tanto, allana el camino de la comprensión; es decir, de lo antisurrealista.
Las reproducciones que ofrecemos
compendian la exposición “El surrealismo y el sueño” que puede visitarse en el
Museo Thyssen Bornemisza de Madrid hasta el próximo mes de enero. El título de
la muestra presentaría, al menos en apariencia, una redundancia. La invitación
a multiplicar lo onírico más allá de lo nominal que contiene la doble mención
al surrealismo y el sueño equivaldría, en realidad, a reconocer que los sueños
(en plural, multiplicados a su vez por el espejo de nuestra vigilia) tienen en
las manifestaciones surrealistas algo más que la expresión más precisa de su
imprecisión, más que un salvoconducto hacia la representación necesariamente
imperfecta. La fuente que para los surrealistas supusieron los sueños fue
trasladada hasta el límite mismo de la palabra, hasta el precipicio del lienzo
en este caso, y sirvió (sirve) para combatir la expresión dominante, no para
explicarla. La herramienta de este combate es el deseo, ese timón indómito que
amontona a mortales y poderosos en el rincón de los moldes, que se afila en las
granadas que alumbran peces que alumbran tigres, en la conversación entre dos
sombrerudos a la altura de las nubes.
Coinciden por estas fechas en
Madrid dos exposiciones que tienen al surrealismo como objeto de estudio y
admiración. La mencionada del Museo Thyssen Bornemisza y “Surrealistas antes
del surrealismo” (Fundación March),
cuyo recorrido de dibujos, grabados y fotografías concluye en el momento previo
al estallido del movimiento. Tal vez llame la atención la coincidencia de ambas
muestras, o quizá no tanto. Al menos en este momento histórico, en el que la
sociedad española vive a caballo entre las dosis sistémicas de ultrarrealidad a
las que se ve sometida y una acusada inclinación hacia las vías de escape, la
distracción y las sillas al borde del camino. Aun extremo, el surrealismo (y
los sueños) puede contribuir a templar el ánimo desalmado, o por el contrario,
a inflamar el espíritu y entender que otra alma es posible. En ambos casos
quizá dejara de confundirse el sueño con la modorra. Solo quizá.
Alejandro Feijóo
(Publicado en Esto No Es Una
Revista, número 28: El Cerro)
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