Las fotos del santuario de Gilda nos acercan un espacio de adoración que, casi como una redundancia, se encuentra al borde de la ruta.
La pintura es más que el pintor, y quien lo dude tiene una entrada a su nombre en la taquilla del Museo del Prado. Lo mismo ocurre con la novela, mucho más Madre que el magro novelista. O con la música, cuya memoria suele enterrar los nombres de los pentagramistas más diestros. Sin embargo, decir fotografía equivale prácticamente a decir fotógrafo, casi una figura totémica ubicada en el iris del hecho fotográfico: el chaleco rebosante de enseres y todo el tiempo del mundo hasta la magia del registro. “Yo soy la foto”, se ufana el dueño de la cámara.