La
cita mundialista remoza los recuerdos tejidos alrededor de un gol que podría
haber cambiado tantas cosas.
Todo
ocurrió rápidamente. Faltaba un minuto para terminar el partido. La mayoría
estaba preparada ya para el inevitable alargue, lo cual abría la oscura
posibilidad de que se nos escapara un partido que hasta el gol de Naninga había
sido nuestro. Pero ni el ánimo ni las esperanzas (la fe rotunda a la que empuja
el fútbol) habían decaído. Lo que se dice, el partido estaba terminado: vagaban
por el césped esos segundos en los que los árbitros pecan por exceso de celo y
prolongan reglamentariamente lo que a nadie le interesa reglamentar. Entonces
apareció Rensenbrick, el holandés errante.
Interpretando a la perfección
nuestros signos de sosiego, pidió la pelota. Volcado sobre la derecha, recibió,
se volvió y acomodó el balón con un solo movimiento de cintura. Nadie lo vio.
Cuando volvimos a saber de él, se encontraba dentro del área con el esférico
dominado. Entonces levantó la cabeza y disparó lo más fuerte que pudo. Durante
las décimas de segundo que transcurrieron hasta el rebote contra el primer
palo, sé que muchos argentinos pensaron con seriedad en el suicidio. Pero mi
padre y yo no pudimos participar del instante de pánico colectivo, porque
precisamente en ese momento apareció por la puerta de casa, casi dos años
después.
Tenía
el pelo más largo y tal vez hubiera adelgazado, y durante unos instantes (los
mismos en los que la pelota corría hacia el poste) no lo reconocí, hasta que
logré casar la imagen de mi padre con la de quien decía que era mi padre.
Entonces supe que venía “Directo desde Bariloche” (alguna tarjeta postal anterior
hablaba de Córdoba), dispuesto a ver el partido con nosotros, pero una avería
del coche lo había retrasado fatalmente. “Venimos con la radio pegada a la
oreja”, fue lo primero que dijo, sin especificar quiénes eran los que se
amontonaban junto al transistor. Sin embargo, remarcó, había desistido de parar
en la ruta a ver el partido para llegar lo antes posible. Recuerdo que entonces
no entendí la necesidad de la prisa, después de dos años. Pensé, “Casi perdemos
por tu culpa”.
Al
igual que en la despedida, mi padre se presentó con un regalo. Aún conservo el
coqueto estuche, y que recién abrí cuando Passarella levantaba la copa: el
juego de monedas conmemorativas del XI campeonato mundial de fútbol 1978. Un
tesoro ayer preciado que hoy bien puede ser visto como símbolo de la lujuria
patria entonces desatada.
No
voy a decir que mi hermano Hugo no se alegrara cuando mi padre regresó de su
autoexilio (hoy breve, ayer eterno), pero, con cinco o seis años es poco lo que
se puede exigir y mucho lo que debe explicarse. Estoy seguro de que mi madre
mantuvo con mi hermano una tarde como la de mi padre y yo en la confitería
acrílica, pero con los niños parece ser muy importante el factor tiempo, ya que
la reparación, si llega, se posterga hasta la adultez. Quiero decir, si hubo
aclaraciones fueron a destiempo. Ni siquiera contó Hugo con la posibilidad de
ejercitar esa costumbre tan difundida entre los hijos de padres divorciados:
odiar al nuevo cónyuge. Para contrarrestar la balanza, asumí con gusto la
secreta planificación de atentados que dañaran a la nueva mujer de mi padre.
Llegué a tal punto de refinamiento en la imaginación de torturas que, a falta
de consumación, debí extender la imaginación de castigos a la familia de esa
mujer (esa mujer sin nombre), a su hijo de un anterior matrimonio (del que
nunca fui amigo), incluso a sus padres. Desesperado, hasta llegué a pensar de
qué manera podía envenenar a la señora que limpiaba su nueva casa. Tampoco
compartí con Hugo la excitación que me producía imaginar estos asesinatos en
potencia, ya que nuestra distancia comenzó a transformarse en insalvable,
amoldados ambos en compartimentos estancos sin comunicación posible. Lo único
que nos unía era el mar en el que nuestro barco zozobraba. No sólo nos desunían
un reloj y las monedas del mundial. Para ese entonces mi hermano llamaba Héctor
a su padre.
A
pesar de todo, impulsado por los primeros bocinazos y la promesa de un paseo en
coche, Hugo se unió a nosotros en los festejos del campeonato. De la noche del
25 de junio de 1978 recuerdo demasiados rostros desconocidos y el profundo
convencimiento de que mis motivos de celebración eran bien distintos de los del
resto de mortales. Aún no entiendo qué festejaba Hugo, más allá de la algarabía
en sí. Tampoco por qué nuestra madre soltó algunas lágrimas cuando salimos de
casa. Me veo sentado sobre el techo de un coche, cuyo conductor tenía que ver
con la familia de esa mujer, golpeando extasiado la chapa como un tambor. Sé
que ninguno de nosotros llevaba banderas argentinas.
En
algún momento de la caravana (estábamos detenidos entre millones de coches),
crucé mi mirada con la de una mujer, tal vez algo mayor para estar sentada
sobre el techo de un coche, próximo al nuestro. La anciana, engalanada con la
celeste y blanca, no cantaba ni reía, simplemente me observaba, con la mirada
lánguida, inundada de tristeza, como si estuviera reconociendo a alguien que
ella daba por perdido. Entonces levantó su mano en dirección a mí y extendió un
pulgar, “Éxitos”. Contesté del mismo modo, algo aturdido, pero la mujer
continuaba sin sonreír.
Me
sentí como nunca cercano a esa extraña que mixturaba la felicidad inmediata con
la tristeza permanente. Recién entonces descubrí que para mí tampoco se trataba
de un festejo integral. Me remordía la conciencia lo que hubiera podido pasar
si Rensenbrick hubiera acertado lo que en el último minuto el santo poste
devolvió.
Alejandro Feijóo
(Publicado en Esto No Es Una
Revista, número 32: El Dinero)
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