Cada infierno
es el peor de los infiernos. Cada dolor es el máximo. Y el propio sufrimiento
es el consuelo del máximo sufrimiento: todo lo demás es Otoño alemán, de Stig Dagerman.
Dejando de lado cualquier ensoñación romántica, al otoño
real se le presuponen algunas características que suelen cumplirse: la
decrepitud intrínseca, el presagio de estados peores, una caída que no es solo
la de las hojas. Estas, y otras que se le agregan, están trágicamente presentes
en Otoño alemán, del autor sueco Stig
Dagerman. Antes de viajar a Alemania en 1946 como corresponsal del recién
fundado periódico Expressen, Dagerman
ya había escrito el grueso de su obra literaria. Tenía entonces 23 años y una
fama bastante reputada como periodista y militante anarcosindicalista.
El contexto
histórico en el cual se desarrolló la redacción de Otoño… es bastante conocido, aunque no siempre se admita: una
Alemania derrotada, bombardeada y pauperizada se debate entre la
desnazificación impuesta y la nostalgia heredada, entre el armazón de una
democracia que hasta entonces no es más que una parodia risible y un hambre
ancho, inmisericorde, doloroso, “porque el sufrimiento merecido es igual de
duro que el inmerecido, se siente igual en el estómago, en el pecho y en los
pies”.
En su aspecto formal, Otoño…
cumple en parte con los requisitos que se le exigen a los reportajes
periodísticos, y en parte, guarda similitud con los diarios de bitácora. La
escritura in situ, el encuentro con testigos y la vivencia directa de aquello
que se narra conviven con la crónica urgente y desgarrada que prescinde de
filtros moralizantes. A ello Dagerman añade un análisis político preciso que se
despoja de manierismos y equidistancias. El resultado es un documento breve,
con la contundencia de las piezas cortas que rebosan de decir, y al que no le
faltan ribetes circulares que enmarcan lo dicho y consiguen que lo omitido
reverbere. Pues hay mucho que decir y más que omitir de aquella época. Ya lo
había advertido W. G. Sebald en su también imprescindible Sobre la historia natural de la destrucción: “La capacidad del ser
humano para olvidar lo que no quiere saber, para no ver lo que tiene delante
pocas veces se ha puesto a prueba mejor que en Alemania en aquella época”.
Pero Dagerman, además de hacer gala de un humor al que
hoy, acaso por pereza mental, denominamos “humor inglés”, construye alta
literatura. La descripción de lo indescriptible no nace necesariamente de la
valentía del que describe, sino de la reinterpretación de lo que puede o no
puede describirse. Y esa reinterpretación se hace apelando a la honestidad o al
estilo o a la necesidad: en definitiva, se elabora a partir del lenguaje. Así,
el yo del diario se convierte en un personaje: el escriba que va ovillando un
reportaje en la Alemania
devastada de la posguerra. Su sensibilidad analítica lo distancia del resto de
corresponsales extranjeros que normalizan sus crónicas con relatos e
interpretaciones que adoptan la lógica política de los vencedores. Allí donde
estos aprecian tintes nostálgicos y diagnostican la renazificación del grueso
de la sociedad alemana, Dagerman nos recuerda que el hambre y el frío son malos
pedagogos, por lo que el hambriento acaba siendo un mal alumno que no aspira a
herencias institucionales sino a algo sólido, y preferentemente caliente, que
llevarse a la boca. La moral del hambre no hace revisionismo histórico. Así, ya
sea sumergido en los sótanos o incrustado en los juicios de desnazificación,
apretujado en los trenes o visitando cementerios arrasados, el personaje
Dagerman interactúa sin reproches y consigue a la vez que su lectura se
mantenga ideológicamente inmune ante la pureza de esta empatía. Le basta con
calibrar el microscopio por sobre las rendijas que la miseria deja en el ser
humano. Pues la inclemencia de la realidad provoca la laxitud en las formas, el
cerco (el hambre) que restringe y amplía a la vez el abanico de opciones:
robarle patatas al vecino solidario o ayudar con patatas al vecino sospechoso;
en definitiva, “una tragedia de patatas… y otras trivialidades de vital
importancia”.
Otra de las coordenadas de Otoño… pasa por los dobleces de la culpa, los límites de la
responsabilidad colectiva y por cómo esta se derrama sobre los casos
particulares. Vista de lejos, la
Alemania de la época reproduce la zona gris de los condenados
por omisión de los Lager (al decir de Primo Levi) en aquellos que, antinazis
durante el nazismo, recelan de los aliados por la furia “purificadora” que han
descargado contra la población civil alemana, al tiempo que esgrimen una
indulgencia de seda para con la jerarquía del régimen derrotado. Si embargo,
cuando se miran de cerca los sótanos atiborrados de hambrientos no vemos sino
tragedias particulares que indefectiblemente e inexorablemente actúan como
excepciones a toda regla. Dagerman lo deja claro desde el principio: la miseria
alemana de posguerra es “sin ninguna contestación posible la consecuencia de
una guerra de conquista emprendida por los alemanes”. Lo cual no exceptúa que
cada infierno sea “el peor de los infiernos. Cada dolor es el máximo. Y el
propio sufrimiento es el consuelo del máximo sufrimiento”. Roberto Rossellini,
casi contemporáneamente y también desde Berlín, se lo hace decir al viejo
moribundo de su Alemania, año cero
(1948): “¿Por qué he sido condenado a vivir?”.
Prácticamente tras la publicación de Otoño alemán, Dagerman se llamó a silencio. Lo hizo durante varios
años. En 1952 publica un breve texto titulado Nuestra necesidad de consuelo es
insaciable. En 1953 intenta suicidarse. En 1954 lo consigue y muere asfixiado
en su garaje por el humo del caño de escape de su coche. Tenía 31 años y ya
había dejado apuntado su epitafio: “Aquí descansa un escritor sueco, cálido por
nada, su crimen fue la inocencia; olvidadle pronto”.
Alejandro
Feijóo
(Publicado en Esto No Es Una
Revista, número 32: El Dinero)
No hay comentarios:
Publicar un comentario