viernes, 1 de agosto de 2014

El otoño de la matriarca

Cada infierno es el peor de los infiernos. Cada dolor es el máximo. Y el propio sufrimiento es el consuelo del máximo sufrimiento: todo lo demás es Otoño alemán, de Stig Dagerman.

Dejando de lado cualquier ensoñación romántica, al otoño real se le presuponen algunas características que suelen cumplirse: la decrepitud intrínseca, el presagio de estados peores, una caída que no es solo la de las hojas. Estas, y otras que se le agregan, están trágicamente presentes en Otoño alemán, del autor sueco Stig Dagerman. Antes de viajar a Alemania en 1946 como corresponsal del recién fundado periódico Expressen, Dagerman ya había escrito el grueso de su obra literaria. Tenía entonces 23 años y una fama bastante reputada como periodista y militante anarcosindicalista.


El contexto histórico en el cual se desarrolló la redacción de Otoño… es bastante conocido, aunque no siempre se admita: una Alemania derrotada, bombardeada y pauperizada se debate entre la desnazificación impuesta y la nostalgia heredada, entre el armazón de una democracia que hasta entonces no es más que una parodia risible y un hambre ancho, inmisericorde, doloroso, “porque el sufrimiento merecido es igual de duro que el inmerecido, se siente igual en el estómago, en el pecho y en los pies”.

En su aspecto formal, Otoño… cumple en parte con los requisitos que se le exigen a los reportajes periodísticos, y en parte, guarda similitud con los diarios de bitácora. La escritura in situ, el encuentro con testigos y la vivencia directa de aquello que se narra conviven con la crónica urgente y desgarrada que prescinde de filtros moralizantes. A ello Dagerman añade un análisis político preciso que se despoja de manierismos y equidistancias. El resultado es un documento breve, con la contundencia de las piezas cortas que rebosan de decir, y al que no le faltan ribetes circulares que enmarcan lo dicho y consiguen que lo omitido reverbere. Pues hay mucho que decir y más que omitir de aquella época. Ya lo había advertido W. G. Sebald en su también imprescindible Sobre la historia natural de la destrucción: “La capacidad del ser humano para olvidar lo que no quiere saber, para no ver lo que tiene delante pocas veces se ha puesto a prueba mejor que en Alemania en aquella época”.

Pero Dagerman, además de hacer gala de un humor al que hoy, acaso por pereza mental, denominamos “humor inglés”, construye alta literatura. La descripción de lo indescriptible no nace necesariamente de la valentía del que describe, sino de la reinterpretación de lo que puede o no puede describirse. Y esa reinterpretación se hace apelando a la honestidad o al estilo o a la necesidad: en definitiva, se elabora a partir del lenguaje. Así, el yo del diario se convierte en un personaje: el escriba que va ovillando un reportaje en la Alemania devastada de la posguerra. Su sensibilidad analítica lo distancia del resto de corresponsales extranjeros que normalizan sus crónicas con relatos e interpretaciones que adoptan la lógica política de los vencedores. Allí donde estos aprecian tintes nostálgicos y diagnostican la renazificación del grueso de la sociedad alemana, Dagerman nos recuerda que el hambre y el frío son malos pedagogos, por lo que el hambriento acaba siendo un mal alumno que no aspira a herencias institucionales sino a algo sólido, y preferentemente caliente, que llevarse a la boca. La moral del hambre no hace revisionismo histórico. Así, ya sea sumergido en los sótanos o incrustado en los juicios de desnazificación, apretujado en los trenes o visitando cementerios arrasados, el personaje Dagerman interactúa sin reproches y consigue a la vez que su lectura se mantenga ideológicamente inmune ante la pureza de esta empatía. Le basta con calibrar el microscopio por sobre las rendijas que la miseria deja en el ser humano. Pues la inclemencia de la realidad provoca la laxitud en las formas, el cerco (el hambre) que restringe y amplía a la vez el abanico de opciones: robarle patatas al vecino solidario o ayudar con patatas al vecino sospechoso; en definitiva, “una tragedia de patatas… y otras trivialidades de vital importancia”.

Otra de las coordenadas de Otoño… pasa por los dobleces de la culpa, los límites de la responsabilidad colectiva y por cómo esta se derrama sobre los casos particulares. Vista de lejos, la Alemania de la época reproduce la zona gris de los condenados por omisión de los Lager (al decir de Primo Levi) en aquellos que, antinazis durante el nazismo, recelan de los aliados por la furia “purificadora” que han descargado contra la población civil alemana, al tiempo que esgrimen una indulgencia de seda para con la jerarquía del régimen derrotado. Si embargo, cuando se miran de cerca los sótanos atiborrados de hambrientos no vemos sino tragedias particulares que indefectiblemente e inexorablemente actúan como excepciones a toda regla. Dagerman lo deja claro desde el principio: la miseria alemana de posguerra es “sin ninguna contestación posible la consecuencia de una guerra de conquista emprendida por los alemanes”. Lo cual no exceptúa que cada infierno sea “el peor de los infiernos. Cada dolor es el máximo. Y el propio sufrimiento es el consuelo del máximo sufrimiento”. Roberto Rossellini, casi contemporáneamente y también desde Berlín, se lo hace decir al viejo moribundo de su Alemania, año cero (1948): “¿Por qué he sido condenado a vivir?”.

Prácticamente tras la publicación de Otoño alemán, Dagerman se llamó a silencio. Lo hizo durante varios años. En 1952 publica un breve texto titulado Nuestra necesidad de consuelo es insaciable. En 1953 intenta suicidarse. En 1954 lo consigue y muere asfixiado en su garaje por el humo del caño de escape de su coche. Tenía 31 años y ya había dejado apuntado su epitafio: “Aquí descansa un escritor sueco, cálido por nada, su crimen fue la inocencia; olvidadle pronto”.

Alejandro Feijóo






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