lunes, 7 de abril de 2014

OxB_31: Elogio del eco

El callejón de las edades se despliega como el preludio de aquello que revelará al hombre su propia denominación, su propio eco.

El hombre no es viejo, no. No camina encorvado ni su paso es achacoso, ni siquiera se le doblan los hombros a pesar de cierta curvatura del ánimo. Tampoco teme perder lo ganado, ni suspira por archivar secuelas. Y ni mucho menos lo novedoso le resulta incomprensible o tácitamente innecesario. No espera por esperar ni archiva resignaciones ni se remite a lo mejor del pretérito ni atrasa los relojes en la búsqueda afanosa del haber sido otro. Sí que combina recuerdos y olvidos, pero quién no lo ha hecho cuando el sol comienza a levantarse y las pecas del día empiezan a manchar lo que tendrá por delante. El hombre no es viejo, lo sabe. Mira de frente lo que sea que quede de vida, a expensas del mismo subjuntivo que lo hermana con el malvón de la maceta, con el perro del vecino y con los hijos de ambos.

Cézanne site/non site

Lo interior y lo exterior se complementan de tal forma en la obra de Paul Cézanne que los bodegones y la intemperie acaban prestándose la distancia entre el orden y el caos.

Cuando en este mismo número nos referíamos a la dualidad entre fotógrafos de estudio y fotógrafos de exterior, exaltábamos el deambular errático de Sergio Larraín y su capacidad para capturar la magia de la intemperie. Es precisamente en este binomio in/out donde interviene la importante muestra monográfica que de Paul Cézanne (1839-1906) nos brinda el Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid. Bajo el título “Cézanne site/non site”, la pinacoteca madrileña expone 58 pinturas (49 óleos y 9 acuarelas) del más impresionista de los impresionistas y, a la vez, de uno de los artistas que más cultivó un recorrido propio alejado de los postulados de este movimiento, lo cual propició que se convirtiera en el primer cubista, antes incluso de que el cubismo naciera como tal.

Ray Loriga: Za Za, emperador de Ibiza

Ray Loriga, el otrora enfant terrible de la narrativa española, da nuevas muestras de su olfato literario en esta historia de drogas perfectas y perdedores no menos intachables.

A principios de los años noventa, un jovencito llamado Ray Loriga (Madrid, 1967), de rasgos afilados y cigarrillo sempiterno, sacudía el mercado literario español con un par de novelas que golpearon de la cintura para abajo. La crítica fue prácticamente unánime a la hora de calificar el envite, y no tardó en asociarle epítetos como “Generación X” o “realismo sucio” y confraternizaciones con señores como Burroughs o Kerouac. Eran tiempos aquellos en los que la Hispania se subía las medias, deseosa de mostrar al resto del mundo que ella también sabía usar ligueros y que había aprendido a depilarse. Eran tiempos de juegos olímpicos, de trenes que van muy rápido y de ganar subvenciones a fondo perdido; tiempos de medallas de oro, de exposiciones universales muy localistas y de hacer la vista gorda con los gordos de vista.

Sergio Larraín

La obsesión de Sergio Larraín por fotografiar "seres comunes" no fue menor que la de mantener el pulso de su propia vida, y ambas las aplicó con igual rigor.

Existen, nos consta, los fotógrafos de interior. Aquellos que, rodeados de focos y accesorios, intentan romper los corsés del hecho artístico o, al menos, asegurarse una jugosa facturación en condiciones de cero absoluto, las que brinda el hábitat dirigido e invariable del estudio fotográfico. Sin embargo, la palabra fotógrafo remite casi por necesidad a intemperie, a movimiento incesante, a astrónomo especializado en la altura de los ojos. Aunque más no sea para enfatizar el vaivén dialéctico que se produce entre el sujeto en movimiento y el estatismo que la fotografía otorga al objeto retratado, el fotógrafo ha de transcurrir por inclemencias y vagabundeos largos, e incorporar al retrato el calor y los olores que no se imprimen en el papel.