El callejón de las edades se despliega como el preludio de aquello que
revelará al hombre su propia denominación, su propio eco.
El hombre no es viejo, no.
No camina encorvado ni su paso es achacoso, ni siquiera se le doblan los
hombros a pesar de cierta curvatura del ánimo. Tampoco teme perder lo ganado,
ni suspira por archivar secuelas. Y ni mucho menos lo novedoso le resulta
incomprensible o tácitamente innecesario. No espera por esperar ni archiva
resignaciones ni se remite a lo mejor del pretérito ni atrasa los relojes en la
búsqueda afanosa del haber sido otro. Sí que combina recuerdos y olvidos, pero
quién no lo ha hecho cuando el sol comienza a levantarse y las pecas del día
empiezan a manchar lo que tendrá por delante. El hombre no es viejo, lo sabe.
Mira de frente lo que sea que quede de vida, a expensas del mismo subjuntivo
que lo hermana con el malvón de la maceta, con el perro del vecino y con los
hijos de ambos.