jueves, 2 de febrero de 2017

When we were kings

Cualquiera que mínimamente sea o haya sido aficionado al boxeo, sabe que el nombre de Don King representa palabras mayores. A él se le deben cientos de combates, y docenas de campeones. Pero si hay un día por el que será recordado, ese es el de la pelea del siglo.

Don King armó el combate entre el entonces campeón de los pesos pesados, George Foreman, y el ex campeón del mundo, Muhamad Alí. Corría el año 1974 y el extravagante promotor les prometió cinco millones de dólares para cada uno por enfrentarse. Cuando les hizo firmar los contratos la plata todavía no estaba. Entonces don King, hombre inescrupuloso donde los haya, recurrió el patrocinio, digamos, de Mobutu Sesé, entonces presidente de Zaire.

Visiones de Johanna

La pluma, para ser algo más que un cálamo zurcido por hilachas, debe interpretarse como un hecho real; esto es, un cálamo zurcido por hilachas de éste y otros cielos; sólo así, dice Johanna, habrá vuelos más allá de este vaivén, exasperante, que no es sino la espera de un final que no veremos, del que no podremos comprobar la esperanza que esta tarde le presuponemos.

El hombre riguroso no quiere, aún, exteriorizar su desconsuelo, pero ni siquiera así, remotamente, es capaz de perseguir el hilo de un razonamiento, a su criterio, mal aprove­chado.

Johanna alza los ojos y espera. Una pluma, que cae hacia ella, levanta vuelo y vuelve a caer. El hombre riguroso también alza los ojos y espera en vano. Johanna dice: la pluma debe interpretarse como un hecho real.

Una historia de azotes (fragmento)

Él:      No ha llegado el Manual, ¿verdad?
Ella:  No señor. (Le sirve una bebida en la taza).
Él:      Hace frío. (Ella va al termómetro). ¿24 grados?
Ella:  23 grados y 6 décimas. Exactamente.
Él:      Lo sabía. Es tu día de suerte.
Ella:  Sí, señor. Lo he mirado. Entra en el margen de error.
Él:      No te excedas en las respuestas.
Ella:  No, señor.
Él:      No vuelvas a excederte en las respuestas.
Ella:  Sí, señor.

Regencia

Sé de todo lo que el espacio me contiene. 

El mundo alza sus par­tes, también el muro que regento: cuatro ángulos que son azar en el contexto. Ale­tear no es de mis ojos, son miradas de otras vidas las que alivian la llana de­licia de casa. Más bien, paso de noche como con manos de ver el tac­to, en ganas de círcu­lo y huevos romos. En voluntad, rumbo al diáme­tro, giro en esca­le­no por cuen­cas y arru­gas y ruedo de tabique a com­probar bri­llos que no fir­mo, aun cele­brando su oca­sión. La boca no dice nada de co­men­tar algo. Sabe que no hay piano po­sible; su solo nombre es­pan­ta de piedad al cu­rioso de reso­nan­cias.

Un silencio de vez en cuando.

Paul Bowles, una claraboya

Amable, austero, triste. Despojado de lujos, de poses, del miedo tal vez. La fotografía es de 1990: cabe imaginar el deterioro. Cabello cano, porte de caballero inglés el de este americano errante que se adivina un hombre alto. Los ojos de haber visto viento, de vivir desierto y anhelar el mar. Cronista de la huida, titula el periódico; no lo parece, si de la cama apenas ha salido. Habrá otras huidas, se infiere, cuando todo está al alcance de un brazo, aunque no se ve el vaso de agua que ayuda a tragar la píldora.

La viuda

Me enamoré de la viuda al instante. En realidad la amaba de antes, quizá de alguno de los sueños que no alcanzan el recuerdo; seguramente de los libros que su marido escribiera para ella, esclavo de su contorno ceniciento. En cuanto la vi sentada a la mesa del bar, pude comprender lo que a lo largo de muchos volúmenes no había llegado a imaginar. Paso siempre por ahí, una esquina entre mi casa y el parque de árboles donde solía leer. Del trabajo ya no soy, desde que el coche de un pobre diablo y yo nos atropellamos; él no pudo detener la marcha; yo creí que esas cosas nunca me pasarían. 

La cabeza de cordero

Hoy vamos a leer un poco. En el año 1949 Editorial Losada publicó en Buenos Aires La cabeza del cordero, un libro de relatos del español Francisco Ayala. Son cinco cuentos, y el que da título a la obra, La cabeza del cordero, es el que usamos esta noche para encontrarnos en La música del azar.

Un español que se llama José Torres está de viaje de negocios en Marruecos. En la ciudad de Fez. Una mañana, un moro desarrapado, una especie de mendigo, dice Ayala, le lleva un mensaje de unos parientes suyos. ¿Parientes? Qué disparate, él no conocía a nadie en Fez y nadie lo conocía a él, al menos eso creía. La cuestión es que está a invitado a comer a casa de Yusuf Torres, una especie de primo, pariente lejano, que le pide a través del mendigo que honre su casa con su presencia.

La banalidad del tag (fragmento)

A la salida Milena nos indica que ha acabado la visita al campo I y que nos encontraremos en Birkenau. Como deseo resulta algo descorazonador.
     F. me muestra una fotografía que ha hecho hace un momento: yo entrando en la cámara de gas; voy en fila con otros que me preceden y me suceden, me falta poco para pasar bajo el vano de la puerta. Yo entrando en la reconstrucción soy un yo reconstruido; soy la explicación de un amigo de F. que fue con él a Auschwitz.
     Quiero aprovechar los últimos momentos. Hago una docena de instantáneas a las alambradas. Lo sé, revisaré las fotos (en un futuro cóncavo) y me arrepentiré de no haber retratado un ángulo obtuso más de la valla, la torre de vigilancia a contraluz, el detalle de la púa oxidada con el filtro macro.

Extrarradios

Como suele ocurrir, uno va al bosque en busca de una planta,
y al regresar descubre que crece junto a la puerta de su casa.

Peter Brook
La puerta abierta

Subo al tren con el billete en la mano. Casi virgen, el destino aún por validar. El revisor se acerca, firme con la cons­tancia del hastío. Esta no­che, luego de ir allí, dormirá en su cama, que es aquí. En su rutina, mi sospecha de que el fi­nal del trayec­to fuera el comienzo de otro viaje.

Miro. Uno vuelve siempre a las ventanas desde donde cono­ció la vi­da. Pocas cosas más hay que acaparen un signi­fi­cado; acaso la certeza del sue­ño, que es como se ven las ventanas desde den­tro del cris­tal.